En el mundo actual se impone la creencia de que nada tiene sentido o utilidad si no es rápido o inmediato. Los valores del mercado, nuestro campo de ocio…, incluso nuestras decisiones más estrictamente individuales, parecen contaminarse inevitablemente con el virus de la velocidad. Yo mismo vigilo el número de palabras de mis artículos porque, seamos sinceros… ¿cuántos lectores inadvertidos se animarían a leer un texto muy largo? Y en otros órdenes de nuestra vida diaria o de nuestra profesión, ¿quién come despacio?, ¿quién no se impacienta con el móvil en la mano si tarda la respuesta en la pantalla después de aparecer el doble clic?, ¿quién responde con lentitud a una pregunta periodística?, ¿quién medita la mejor redacción para una tarjeta de felicitación o una dedicatoria?
Y sin embargo, la dimensión del tiempo lento es esencial para el ser humano, ya que pocas cosas que se deriven de la rapidez pueden alcanzar valores perdurables. Se les puede causar un gran daño a las nuevas generaciones si se les hurta la posibilidad de frecuentar los márgenes de tiempo necesarios para practicar la reflexión y desarrollar la imaginación. La capacidad de pensar el mundo -y de pensarse en el mundo- facilita a las personas jóvenes especialmente la implantación del sentido crítico, una herramienta que les ayudará a descubrir, por ejemplo, que merecen ser creadores, además de disciplinados consumidores.
En los tiempos de mi infancia cualquier juguete se hacía más y más indispensable en las manos de un niño mientras más tiempo durara con él. Ahora, en cambio, la mayoría de los regalos que les hagan esta noche los Reyes Magos será necesario cambiarlos o actualizarlos pronto porque, sin el estímulo de la verdadera ilusión, la repetición llevará a casi todos esos niños y niñas al abismo del aburrimiento, y lo hará a la misma velocidad con que sus padres y madres también caerán presos de la vorágine del cambio, cuando descubran, resignados, que las grandes empresas han programado concienzudamente la obsolescencia de todos esos productos que se les han hecho imprescindibles: televisores, automóviles, lavadoras, teléfonos, ordenadores…
Cuando reactivar el consumo choca con favorecer el desarrollo, las sociedades modernas tienen un grave problema. Por contraste, en los tiempos de la antigüedad clásica el mundo parecía estar mejor equipado para asumir que cada civilización sucesiva iría contribuyendo, siglo tras siglo, a ir grabando poco a poco los surcos de la historia. La locución latina festina lente proviene de un oxímoron griego cuya traducción literal es “apresúrate despacio”. Es una especie de máxima o proverbio formado sólo por un imperativo verbal y un adverbio de tiempo, y cuya sabiduría ha cautivado, a lo largo de muchas generaciones, a personajes destacados como el emperador Augusto o el escritor Ítalo Calvino, que hicieron suya la frase a modo de lema personal.
A mí también me gusta la idea de apresurarse lentamente porque sintetiza en dos elementos aparentemente contrapuestos toda una filosofía de vida: el equilibrio entre la impulsividad y la sensatez, un asunto equivalente en nuestro refranero al conocido “vísteme despacio, que tengo prisa”. Representada con la alegoría del delfín y el ancla (ya presente en monedas romanas del siglo I, y luego en sellos de ediciones venecianas en el siglo XV o en uno de los célebres emblemas esculpidos en piedra en la Universidad de Salamanca), festina lente apela más que nunca a nuestras vidas de ahora, desplegadas sin remedio a ritmo de videoclip, en una dimensión de aceleración permanente que no sólo es fuente de estrés, sino que además nos hace caer en lo intrascendente y lo repetitivo, y por eso el ancla se asienta bien en la tierra simbolizando lo sólido y estable mientras que el delfín se escapa de nuestro asidero evocando lo rápido y sinuoso.
De todos modos, mañana por la mañana, según los niños y niñas se vayan despertando, inquietos como estarán por descubrir las sorpresas que les esperan, se apresurarán corriendo al salón, y me temo que sus padres, por mucho que se esfuercen, no van a conseguir que lo hagan lentamente.