No se trata solo del sabor. Es ese gesto casi automático, casi ritual, con el que endulzamos el café, nos regalamos un pedazo de pastel o llevamos una fruta madura a la boca. El azúcar no vive solo en la cocina: habita en los recuerdos, en los cumpleaños de la infancia, en los carnavales coloridos, en las recetas de la abuela y en esos silencios cálidos que compartimos con una taza entre las manos.
Es un espacio reservado en esa memoria emocional del mundo.
Pero, ¿alguna vez nos detenemos a pensar de dónde viene esa dulzura que tanto nos acompaña, que muchas veces damos por hecho?
¿Dónde comienza el azúcar? las plantaciones
La historia del azúcar no comienza en la mesa, sino en los campos. Más exactamente, en plantaciones de caña o de remolacha, que en muchas regiones del planeta han sido, y siguen siendo, escenarios de duro trabajo humano, de esperanza y, también, de contradicciones.
En los amaneceres de República Dominicana, Cuba, Brasil o Filipinas, hombres y mujeres comienzan su jornada entre los tallos altos de caña. El machete corta con ritmo, casi como si siguiera una coreografía heredada. En algunos lugares, aún se hace como hace siglos: a mano, bajo el sol, en condiciones que mezclan dignidad con esfuerzo. En otros, las máquinas han tomado el relevo, pero la esencia —ese contacto directo con la tierra— permanece.
Las plantaciones de azúcar son un paisaje lleno de contrastes: el verdor inabarcable de los cañaverales, el sudor de quienes los cultivan, y ese aroma dulce y húmedo que se levanta al cortar la caña, como si la planta misma supiera que está siendo liberada.
Un legado agridulce
El azúcar tiene un pasado complicado. Durante siglos, fue motor de economías coloniales y justificación de esclavitudes. Millones de personas fueron forzadas a trabajar en plantaciones del Caribe y América Latina. Aquellos campos donde hoy crece la caña, alguna vez fueron testigos de sufrimiento y resistencia.
Es importante no olvidar esa historia. Porque cada grano de azúcar también lleva consigo una carga de memoria: nos recuerda que lo que hoy endulza nuestras vidas, alguna vez costó libertad y sangre.
La dulzura de quienes cultivan
Hoy en día, muchas comunidades han resignificado el azúcar. En cooperativas rurales, familias enteras se organizan para producir de manera más justa y sostenible. Desde los ingenios más modernos hasta los pequeños trapiches artesanales, hay una búsqueda por devolverle dignidad a ese trabajo ancestral.
Al conversar con quienes trabajan en estos campos, uno descubre que el azúcar no es solo un producto: es una forma de vida. Es el canto con que se comienza el día, es la comida compartida entre turnos, es el orgullo de ver el fruto de la tierra transformarse en algo que viajará miles de kilómetros para alegrar un cumpleaños en otro continente.
¿Y si el azúcar también es metáfora?
Quizá, el “azúcar de la vida” no está solo en lo que comemos. Está en lo que endulza el alma: un abrazo inesperado, una conversación sincera, una risa que brota en medio del cansancio. Está en todo aquello que nos recuerda que, incluso en lo áspero de la existencia, hay lugar para lo tierno.
Porque el azúcar, cuando lo miramos con otros ojos, nos habla de la dualidad del mundo: dulzura y esfuerzo, belleza y dolor, historia y futuro. Y tal vez, al conocer su origen, podamos saborearlo con más conciencia…
y gratitud.
@María José Luque Fernández