Una mariposa aletea entre 300 y 720 veces por minuto. En ese pequeño aleteo —casi imperceptible, ridículamente suave, casi innecesario— habita un eco capaz de alterar el mundo. O al menos eso sugiere la teoría del caos: que un cambio minúsculo en las condiciones iniciales de un sistema puede desencadenar una cadena de eventos imprevisibles y de gran escala. El famoso “efecto mariposa”.
Pero claro, eso es ciencia. Y nosotros, los humanos, no siempre estamos a la altura de entenderla… mucho menos de aplicarla.
Mientras esta criatura efímera —que vive apenas unas semanas, si tiene suerte— revolotea ajena a su presunta influencia sobre tornados y tempestades, nosotros nos destrozamos con precisión quirúrgica. Gaza es bombardeada. Niños mueren sin nombre, sin justicia. Sus cuerpos son cifras. Sus risas extinguidas son ruido blanco en noticieros que duran 90 segundos antes de volver a la farándula. Las mariposas, al menos, no matan.
La mariposa vive en caos, pero no lo fabrica. Nosotros sí. Somos los ingenieros del caos humano: economías que colapsan como castillos de naipes, guerras perpetuas disfrazadas de diplomacia, odios heredados como apellidos. Y sin embargo, aún tenemos la arrogancia de preguntarnos si el batir de alas de un insecto puede causar un huracán, mientras ignoramos que cada decisión nuestra —cada omisión, cada indiferencia— es un ciclón en potencia.
Quizá el sarcasmo más cruel del universo es este: que algo tan hermoso y delicado como una mariposa pueda ser símbolo de un caos que jamás causó, mientras quienes realmente lo desatan se lavan las manos en nombre del orden, la seguridad o la “paz”.
Nosotros, que vivimos décadas, hacemos menos por la vida que ella. Nosotros, que le damos nombre al caos, pretendemos sorprendernos por sus efectos.
Una mariposa aletea en silencio. Gaza grita.
El caos no está en la naturaleza. Está en nosotros.
@María José Luque Fernández
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