09.05.25 – Nueva York, Estados Unidos – David Andersson
Hubo grandes problemas en el aeropuerto de Newark la semana pasada, problemas serios. El 28 de abril, los controladores aéreos perdieron completamente el contacto con los vuelos de entrada y salida. No hubo radar. No hubo radio. No hubo comunicación en absoluto. Un apagón total.
En el centro de éste está la Administración Federal de Aviación (FAA). La plantilla de agentes se ha estirado durante años, con una jubilación obligatoria a los 56 años y la entrada de muy pocos reclutas nuevos. Fallos de equipos como éste muestran lo frágil que se ha vuelto el sistema. La FAA trató de aliviar la presión cambiando las operaciones de Long Island a Filadelfia, pero esas instalaciones también carecen de recursos. El Gobernador de Nueva Jersey está pidiendo una inversión federal urgente, advirtiendo que si nada cambia antes de la Copa del Mundo de 2026, nos podemos enfrentar a una interrupción seria.( La región metropolitana de Nueva York ocupa actualmente el número uno en el mundo debido a cancelaciones de vuelos)
Ese mismo día, el 28 de abril, un apagón masivo azotó a España, Portugal y partes del sur de Francia. Nada funcionó, no hubo trenes, no hubo servicio celular. Un completo fallo de infraestructura.
Universo paralelo
Ahora consideren esta breve entrevista de la CNBC con Paul Tudor Jones, en la que discuten sobre la intensa competencia en IA y la falta total de esfuerzos coordinados para asegurar la necesaria infraestructura a su alrededor. Es como tener coches yendo a 200 kms por hora en carreteras sin barandillas de protección laterales.
Una de las mayores capacidades de la humanidad es nuestra capacidad de colaborar, de permanecer conectados y mantener la compleja infraestructura que afecta a miles de millones de vidas. Pero en mi propia vida diaria, cuánto tiempo paso pensando en infraestructura? ¿Es una preocupación?
Las personas que mantienen nuestros sistemas funcionando a menudo parecen existir en un universo paralelo, que no es reconocido. Cuando se pierde la conexión a Internet en casa, uno llama a su proveedor. Alguien aparece, trabaja haciendo algo de magia, y se reconecta. Si el viaje matutino al trabajo es interrumpido por una carretera cortada, se toma un desvío y uno sigue adelante. La infraestructura sigue siendo invisible hasta que fracasa.
La ironía es que dependemos más de la infraestructura que del dinero. Incluso con la riqueza, no se puede conseguir agua limpia sin un intrincado sistema de túneles, tuberías, control de presión y monitoreo de la higiene que llega al propio grifo. Nuestro desarrollo como especie depende de nuestra capacidad de gestionar y sostener estos sistemas. Pero la verdad es que no estamos haciendo un buen trabajo.
Esta lucha por mantener nuestros sistemas críticos refleja una tensión fundamental en la sociedad moderna. A medida que nuestras estructuras sociales han enfatizado cada vez más en el logro individual y las necesidades personales, nuestra capacidad colectiva de valorar e invertir en recursos compartidos se ha debilitado. La infraestructura, por definición, sirve al bien común al atender las necesidades universales en todos los sectores económicos, pero nuestros marcos políticos y económicos a menudo no priorizan estas inversiones comunales.
En Occidente, nos enfrentamos a un doble desafío. En primer lugar, mantener la infraestructura existente se ha vuelto políticamente difícil, ya que el gasto público enfrenta resistencia a los movimientos anti-impuestos y cálculos políticos a corto plazo que priorizan los rendimientos inmediatos. En segundo lugar, y tal vez más preocupante, es que nuestra capacidad para la planificación de la infraestructura a largo plazo ha disminuido. A diferencia de las generaciones anteriores que iniciaron proyectos de varios siglos como fue por ejemplo la construcción de la Catedral de Colonia, en Alemania, entendiéndose plenamente entre quienes allí trabajaron, quienes sabían que no vivirían para ver la obra finalizada. Actualmente, parecemos incapaces de imaginar nada más allá de nuestras vidas. Hemos perdido la visión intergeneracional que una vez impulsó a las obras públicas ambiciosas.
Este desafío se manifiesta de manera diferente entre los diversos paisajes políticos, pero sigue siendo fundamentalmente indicador de nuestra mentalidad hacia el futuro. Consideremos la experiencia de Ecuador bajo el Presidente Rafael Correa (2007-2017), donde las inversiones sustanciales en transporte, energía y servicios públicos demostraron de manera incuestionable la reducción de las tasas de pobreza y mejoría de la calidad de vida. Sin embargo, las administraciones posteriores abandonaron estas prioridades, ilustrando cómo la infraestructura requiere de un compromiso sostenido más allá de los términos de los liderazgo individuales.
Del mismo modo, movimientos como el Brexit representaron no sólo un reajuste político sino también un retroceso de décadas de desarrollo de infraestructuras colaborativas a través de las fronteras europeas. En Estados Unidos, el fenómeno Trump encarna un sentimiento anti-infraestructura similar, su enfoque es hacia el interior, a corto plazo y divisorio.
Una humanidad con futuro prioriza la infraestructura por tres razones muy simples: una visión clara de lo que el mañana necesitará; un fuerte sentido de propósito compartido; y un compromiso profundo y trascendente de hacer las cosas no sólo para nosotros mismos, sino para las generaciones venideras. Las comunidades que prosperen en las próximas décadas serán las que puedan reconectar sus decisiones inmediatas con estos horizontes más largos.
David Andersson David Andersson es un periodista, fotógrafo y autor franco-estadounidense que vive en Nueva York desde hace más de 30 años. Codirige Pressenza International Press Agency y es autor de The White-West: A Look in the Mirror, una colección de artículos de opinión que examinan la dinámica de la identidad occidental y su impacto en otras culturas.