Entre las matemáticas y la libertad

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Me preguntaba yo esta mañana,  porque a veces me levanto un poco tontuelo,  sobre qué es lo que me permitía reconocer y describir el contenido de algo. Y, en ese estado de semidespierto, ese momento en el que la mente aún conserva cierta libertad de ensoñación mientras pelea con la cafetera, me pregunté cosas estúpidas como: ¿por qué sé que algo es un triángulo o un círculo o un cuadrado? Los imaginé un momento y concluí: sencillamente, por sus límites. 

Es la circunferencia, la que delimita, la que posibilita la existencia del círculo; son tres lados debidamente conectados los que generan un triángulo. Sólo teniendo claro estos conceptos puedo “mirar dentro”. Si pienso en tres dimensiones, -un cilindro, un cubo- ocurre igual. Así que me volví a preguntar: ¿qué es -legal y realmente- mi casa? Pues lo que hay dentro de sus límites. Porque más allá de ellos, está el comedor y el baño de mis vecinos.

Y la geometría me vino a cuento, porque me me dió por pensar que, otros muchos factores y vectores de la vida ordinaria, sólo son definibles y adquieren consistencia racional por sus límites.  Por la definición exacta de su contorno. También ocurre así con las grandes palabrotas que uso para nombrar otros bienes menos tangibles, como son libertad, justicia, derecho, deber y otras más por el estilo y que suelo oír en los grandes discursos.  También se me llena la boca de ellas cuando quiero dar un descanso a mi frustración. Aunque no suelen pasar de ahí: se quedan en la boca, quizás a la espera de que se me ofrezca otra palabra-fetiche, de nuevo sabor, que tranquilice mi conciencia y a mi hiperventilado ego. Son como un chicle de esmerado sabor que se tira después de masticado. No. No nos las tragamos, no pasan al tracto digestivo para ser asimiladas y “digeridas”, convirtiéndolas así en elementos fundamentales de nuestro  cuerpo intelectual, favoreciendo su integración en mi “yo”. Tan solo excitan mi paladar sin aportar nada.

Pero, para tragarlas, ¿cómo definir exactamente el contenido de esas palabras/concepto? Porque a mí me gusta saber lo que como. Pues, una vez más, por sus límites. Así, el límite de mi libertad, de mis derechos, de la justicia, de mi deber, se sitúa exactamente en la realidad que existe al “otro lado”. Y al otro lado está mi vecino… ¡el “otro”! Y definir quién es el “otro”, dónde empieza el otro, ayuda a comprender dónde termino yo. Por eso la principal batalla no es una lucha contra nada ni contra nadie: es una lucha contra mí mismo, es un esfuerzo por comprender, asumir y aceptar mis límites. Y defenderlos. Una vez conocidos éstos, es fácil mover mi Libertad y mis derechos entre los demás sin afectar a sus límites: a su libertad, a su derecho,a  su justicia, a su deber…  

Pero no seamos inocentes. No todos tienen demasiado interés por conocer y respetar sus límites ni, mucho menos, los tuyos. Ya Sartre, nada sospechoso de ser conservador y cristiano, nos decía que  “el infierno existe y son los otros…”  Para estar prevenidos contra esto, nada mejor que comprender en qué nos han mentido: en que la Vida no es diálogo, la Verdad no es consenso y la Felicidad no es un “derecho”. No. La Vida, la Verdad y la Felicidad son, ante todo, lucha. Lucha contra mí. Y consecuencia de esa lucha, surge el modo en el que elijo vivir, pensar y expresarme. Es pura meritocracia. Ahí se asciende al primer escalón: el respeto.  Porque pedir “respeto” porque sí, porque “yo me lo merezco”, sólo lo hacen los macarras y los capos de la mafia. También los que creen que todo lo que les apetece es un derecho y, “por lo tanto” lo merece. No. El respeto, la felicidad, la verdad  y todas esas cosas a las que aspiramos… ¡Hay que ganárselas! Y hacerlo en los estrechos límites de mi persona. 

Sobre límites, Zygmunt Bauman nos proponía, una sociedad “líquida”, un hombre líquido. Esto es: un hombre siempre adaptable a la vasija que lo contiene. Adaptable a los tiempos, las modas y las circunstancias. Un hombre así, en principio, no debería tener problemas. Sería una persona flexible, lo cual es una virtud. El problema surge cuando el mismo no fija sus límites, sino que delega esa función en, por ejemplo, el Estado. Me objetaréis que las religiones hacen también esa función. Si. Pero el único al que le concedemos, nos guste o no, el poder del uso de la fuerza es al Estado. Pero ¡ojo! que es, a su vez, un Estado también líquido. Un estado a demanda. Un estado siempre cambiante -esa es la propuesta postmoderna- que legisla, impone, regula y prohíbe “a demanda”: de la “opinión pública”, del cálculo electoral, de los sentimientos de las minorías o mayorías, o de sinergias menos confesables aún.

Esto deja a la persona siempre indefinida en sus límites. Moldeable a los estándares propuestos en fríos despachos. Y, por lo tanto, también indefinida en sus esperanzas. En una angustiosa espera de “tiempos mejores” o, peor aún, en una alocada carrera por llenarse de las cosas que se nos proponen como “necesarias” para ser feliz.

Decía Freud que “…existen dos maneras de ser feliz: una es hacerse el idiota. La otra es serlo…”  ¡y siempre me pareció una idea tan triste! Eso sería conformarme con ser sólo mis límites, unos límites indecisos, sin nada dentro. Un recipiente vacío. Un “alma de cántaro” preparada para ser rellenada de ideas, necesidades y dogmas ajenos a mi experiencia vital.

No. Yo conozco mi forma, mis límites, que clase de vasija soy. Y soy una vasija de barro. Frágil. Por eso he de cuidarme. Pero también una vasija libre. Una mente libre. Abierta. Pero para rellenarse de lo que yo quiera, no de cualquier cosa. Y ahora parafraseo a Chesterton porque una mente abierta es como una boca abierta: se abre para llenarla de cosas ricas y nutritivas. Tener una mente abierta todo el tiempo -como la boca- solo sirve para que entre basura. Y ya conocéis el refrán: “en boca cerrada no entran moscas”.  Eso sí: si os encontráis con la esperanza, el amor o la fe, ¡sed ilimitados!

Y aquí os dejo hoy, que tengo que ir a buscar mis límites.

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