Bocas, oídos y otros orificios

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Es muy antiguo un aforismo que nos recuerda que tenemos una sola boca y dos oídos, para que podamos oír el doble de lo que hablamos y hablemos la mitad de lo que oímos. Nos previene, además de muchos desencuentros y conflictos, de esa cháchara interior, de ese Pepito Grillo que nos denuncia ante nosotros mismos por hacer, decir y pensar cosas muy distintas. ¡ Y todo a la vez! Los técnicos de la cosa psicológica y neuronal, llaman a esto disonancia cognoscitiva. Aunque por aquí, en estas latitudes, lo entendemos bajo la expresión “tiene la cabeza como una jaula de grillos”.

Sobre este particular -de jaulas y de grillos- ya nos decían los antiguos que solo podemos producir lo que previamente hemos sembrado en nosotros, ya sea esto trabajo, estudio, vocación o simple mala leche. La transmisión de valores, que debería basarse en el estudio pormenorizado de los actos y sus consecuencias, sólo podría en este caso ser transmitida por los que previamente los experimentaron. En el siglo 21, supuestamente época paradigmática en cuanto el conocimiento científico y analítico, se adhieren al conocimiento popular, bajo la pretensión de ser “valores”, capas de supersticiones, pensamientos mágicos y distonías culturales cuyo único sustento intelectual es la propaganda y el miedo: la verdad ya no es un descubrimiento personal e íntimo, si no que la verdad pertenece al grupo. Es un “consenso”…

Uno de los miedos más antiguos, atávicos si se quiere, es el miedo que tiene la mayoría a no ser adecuadas. A no sentirse integrada en su grupo de referencia. Aprovechando este miedo, uno de los muchos miedos aprovechables, se consiguió en el siglo XX una revolución estética que, evidente y eficazmente, terminarían en una demolición ética. Así el concepto de belleza, connatural a toda persona, queda violentado por la presión del grupo. Porque cualquier persona “normal”, la no “erudita”, se sorprende ante lo que el arte contemporáneo nos propone como nuevo canon de belleza y, sintiéndose impotente y avergonzado ante el grupo, oculta tales sentimientos. Porque, bajo este nuevo canon de belleza elitista, es necesario tener unos conocimientos previos, una “cultura”, para “entender” la obra del artista. Por ello, el sentido de belleza natural e intrínseco al ser humano, el de la persona sencilla que se sobrecoge con los lienzos de “El Bosco”, se extasía ante una catedral gótica o se maravilla ante la obra de Bernini sin necesidad de saber siquiera quién era ese tipo, al igual que ante un cielo estrellado o un atardecer de verano, queda sobrepasado por la presión del grupo, sintiéndose ignorante, sin entender que una obra manifiestamente fea, inadecuada o violenta, puede ser objeto del más alto aprecio de “los que saben”. Pero nadie quiere aparentar ignorancia: excepto los muy listos…

Así, del pensamiento individualizado característico de la verdadera humanización, tenemos a individuos miedosos y hastiados de su propia experiencia y hasta de sus propias percepciones, dando por sentado una supuesta ignorancia. Ilustrada, si, pero ignorante. Bajo este paradigma, sólo se sienten seguros amparados por el rebaño: salir de él supone la muerte social y civil. En algunos casos hasta familiar y afectiva. Así manipulables, débiles, carentes de una razón que no pueden encontrar porque no existe fuera de ellos, sucumben ante la propaganda de la mayoría.

Y, efectivamente, quien es capaz ahondar tanto en mi alma que consigue modificar mi ideal de belleza, es capaz de transformar otros conceptos como el bien, el mal, la justicia o la verdad, con similares técnicas. Pero no. Aún me resisto a creer. Se trata solo de eso: de resistencia.

Piero Manzoni, autor de la obra que figura en la foto, a pesar de la propaganda, no ha conseguido colarse en mi modesto y humanísimo Olimpo personal, en dónde habitan las musas y demiurgos de la belleza universal. Allí coexisten en perpetua fiesta los Miguel Ángel, Boticelli, Murillo, Machado, Ronsard o Jorge Guillén, junto a Teresa de Ávila, Juan de la Cruz o Don Bosco… Porque hasta Dios pasa de vez en cuando por allí, para iluminar el salón, traer unas birras o animar con la música. ¡Ay, con este Dios…! Es que este Dios se salta la antropogonía clásica, para hacernos, amén de bocas y oídos, un agujero más: Si. El del alma.